Hijos del cedro

Allá por 1.922, un árabe soñador, un muchacho apenas, cruzó el mundo buscando este suelo. Quizás deseando aventuras, o quizás buscando quimeras. El viento de la Patagonia, lo envolvió en mil caricias, y supo que ésta era su tierra. Encontró el amor soñado, en una mujer que, en su corazón, también llevaba la semilla del cedro.

Aquel árbol que en la patria lejana, crecía con perfumado esplendor.

Entrelazaron sus raíces en apasionados abrazos. El amor fusionó los troncos. Ellos dos, un solo cedro. Pronto comenzaron juntos, a extender sus brazos al cielo, como en íntimo ruego. Multiplicaron sus ramas, alimentadas por la mezcla de la savia prodigiosa, engendrando una familia numerosa. La lucha fue compartida, como un canto a la vida. Fortalecidos por desventuras, dichas, y sacrificios, y el precioso orgullo de sentirse pioneros en la soledad de la estepa patagónica.

Hoy, aquellas ramas siguen dispersando sus semillas. Su amor aún se expande en esta tierra argentina con cada retoño que nace. Dios proteja sus frutos: los hijos del cedro.

¡Que Dios proteja nuestra tierra generosa!

Que los hijos de nuestros hijos no olviden que llevan la sangre libanesa.

Aquella que un adolescente aventurero, vino a esparcirla en nuestro suelo.

©Estela Foderé