La cautivé entre vastos matorrales
a la orilla de un río transparente,
y aunque la fresca brisa y las fatales
picadas del vil mosquito renuente
me atacaban, mi alocada ansiedad
por el sexo me calentó la mente.
Sus pechos, dos soles exuberantes,
se dieron a mi libar con placer;
sus ojos eran dos faros brillantes
y toda ella se dejaba querer.
Langüeteándola desde arriba a bajo
me entregué a ella con amor y agrado
con el deseo de la complacer.
Lentamente, con suavidad, mi boca
se fue escurriendo por su fino cuerpo
hasta qué se acercó a la zona loca.
Ella, emocionada me gritó: Alberto!.
Alberto!. No te puedo resistir;
hagamos el amor; quiero sentir
todo lo tuyo dentro de mi cuerpo.
Aquél momento fue maravilloso.
Nos besábamos tan intensamente
ante aquél orgasmo tan jubiloso
nacido de la fuerza de la mente
entre espesos y rudos matorrales
como dos desalmados animales
alcanzando el fin que nunca convence.
Cuando todo se había terminado,
el Sol ya había desaparecido.
Ambos lentamente, de brazo dado,
fuimos por donde habíamos venido
y aquél amor hecho sin más historia,
me quedó para siempre en mi memoria,
como el orgasmo viciado prohibido.