Sin esperarlo, el timbre sonó de repente y un nene de nueve años acudió a la puerta. Allí un chico en moto con campera lo saludó sin siquiera presentarse al tiempo que de su bolsillo un nuevo integrante de la familia asomaba la cabeza queriendo espiar su futuro hogar.
Esa criatura diminuta se ganó su cariño inmediatamente y al poco tiempo ya empezaba a criar tamaño. Gordito y petacón eran sus rasgos más distintivos, aunque bastante inquieto al principio.
Su tranquilidad empezó a notarse a partir de los 5 o 6 años, aunque la calle era su debilidad. Abrir el portón se convertía siempre en un conflicto nuevo. En un principio, arrastrarlo hasta la cadena para evitar que salga significaba un dolor de columna, hasta que con lo que llamamos “viveza criolla” conocía las distancias y caminaba hasta diez centímetros antes de ese lugar, donde se arrecostaba con todo su peso evitando ser atado. Luego se intentó acostumbrarlo a hacer caso, pero fue imposible. Con su cara de perro obediente te observaba desde lejos mientras le dabas la orden de “no salir”. Era inútil, lo perdías un momento de vista y ya lo viste pasar.
Y si hablamos de lograr hacerlo entrar a casa, otro parto más. De chico, se alejaba aún más, de grande respondía, al tiempo que caminando lentamente pispiaba un último auto para ladrar. Siempre, indefectiblemente, existía uno más.
Viejo y paquetón se dedicó a echarse todo el día a descansar. Los 12 años ya pesaban y se le notaban al caminar.
Mañana ya no vas a estar. Te me fuiste viejo amigo. No sabés cuanto te voy a extrañar.