Y yo entré otra vez allí,
quería plasmar en mi mente
aquella imagen para siempre.
Allí estaba, inmóvil,
sangre manaba y, con ella,
la vida.
Quise cubrir su brecha,
pero ni mil gaviotas negras
taparán nunca tanta memoria,
quise cerrar la grieta
para guardarle una gota,
una gota siquiera.
Suspiró algo con débil llanto,
acerqué mi oreja a sus labios,
me dijo:"-Nos veremos en el cielo",
y yo le creí, le apreté fuerte
contra mi pecho,
deseando que se detuviera el tiempo.
Ella se moría, sus ojos se apagaban,
aquel dulce brillo que tanto amé.
Allí, en medio de la oscuridad,
ella me dejaba solo, triste, abatido...
apenas pude llorar;
su cuerpo yacía sin sentido.
Entre penumbras, aquellos ojos
parecían ver la muerte,
miraban perdidos en la oscuridad,
hacia ninguna parte,
abiertos, desencajados en las órbitas,
reflejando aquel último instante
de angustia y dolor.
Descubrí en su rostro una lágrima gris
y la puse en mis labios como recuerdo,
la estreché entre mis brazos,
pero ella ya no pudo luchar más;
de su piel se disipaba el calor,
aquel calor que siempre me cobijó
cuando todo iba mal.
No pude imaginar adónde estaría ella,
quizás en un sueño eterno,
quizás volando por el cielo,
como ella me susurró,
viendo mi desgarrado llanto.