AJEDREZ

Ajedrez


Esa fila de derecha a izquierda,

o de izquierda a derecha,

idénticos los ocho entre ellos,

denominados simplemente Los Peones,

se moveran sobre la cuadrícula sin muchas posibilidades:

Solo avanzar.

Avanzar a una muerte segura, o no, no importa.

Son peones.

Imaginémoslos solo un instante antes de iniciar la partida:

Puedo verlos construir puentes, salir de fábricas,

descender en las minas, subir a un pesquero,

besar las frentes de sus ancianos, las mejillas de sus niños,

o las bocas de sus mujeres.

Ahí están riendo en los bares, hablando de mujeres y fútbol,

pero en un instante marcharan al frente con muy pocas armas,

sin defensa, viendo aterrorizados la muerte ante ellos,

sin escape, ni posibilidad de retroceder...

Detrás de ellos, Las magníficas Torres,

arrasando vertical y horizontalmente el campo de batalla.

Al lado de las torres: Los Caballos.

Intrépidos, valientes, impredecibles,

saltando por encima de todo lo que se les cruza.

Luego Los Alfiles.

Astutos, escurridizos, letales, altivos,

moviéndose en las diagonales del tablero,

para asestar el golpe artero.

Torres, Caballos y Alfiles,

todos dispuestos al sacrificio heroico.

Un instante antes de comenzar “la batalla”,

los podemos ver estudiando tácticas y estrategias.

Entrenando en su tan admirado “arte de la guerra”,

¡Oh cuanto talento desperdiciado!

Que raro vericueto de la vida los transformo en profesionales de la muerte,

que los tornó en oscuros y fríos ángeles de La Parca.

Pero ahí están, como perros de pelea o gallos de riña,

esperando que el reloj comience a trazar su cadencia de muerte.

Y ahí, en los casilleros centrales de la fila trasera,

rodeados de todos los actores del juego,

sabiendo que todos darán la vida por ellos,

encontramos a las dos terribles figuras de esta historia,

orgullosos, sedientos de sangre, despiadados…

Ante ustedes señores:

El Rey y La Reina.

Todo gira en torno de ellos.

Ella histérica, megalómana, y furiosa,

corriendo demente por todo el campo de batalla,

sin piedad alguna, dispuesta a cualquier atrocidad por el simple hecho de ganar.

Arrasará campos y ciudades, prenderá fuego todo a su paso,

Nada la detiene en su afán de poder.

Y ahora él. El Rey. La pieza central.

Él decide cuando todo acaba.

Por sus movimientos lo adivinamos obeso, inmundo, y cobarde.

Humildemente sospecho que su existencia es simplemente una excusa.

La excusa que necesita su demente esposa para desatar el desastre.

Su majestad sólo tratará de esconderse arrastrando su inmundicia,

o su inmundicia sólo tratará de esconderse arrastrando su majestad.

No dudará en humillarse cobardemente por todo el terreno para evitar su caída.

No le interesa si su supervivencia cuesta la absoluta destrucción de su reino.

Frente a tanta muerte y destrucción:

¿Qué gana el que gana?.

Simplemente satisface su orgullo,

El rey ganador observará victorioso su reino en llamas...

Ahora bien, ¿Qué pasaría si introducimos una pequeña variante al juego?:

Liberemos los peones.

Permitidles retroceder y esquivar a su libre albedrío.

Cambiemos la consigna del juego:

Dejar la absurda defensa de un patético rey, y peleemos por la libertad de un pueblo.

El juego termina cuando cae el último peón,

guerreros entrenados, con sus líderes naturales al frente,

dando todo en el campo de batalla para defender al pueblo libre.

Pero si ambos ejércitos defienden pueblos libres:

¿Qué sentido tendría el juego?

Es muy difícil pensar en gente libre destruyéndose entre sí.

No así en reinos, imperios, o países, con gobernantes que se creen dioses,

y en su mesianismo no dudan en decidir la vida y la muerte de la gente.

particularmente soy un pésimo jugador de ajedrez:

entrego a mi rey en la primer movida.

Mark Raffa