Descendí de tu cuerpo
como de una montaña infinita.
Sin principio ni final.
De tus brazos de polvo,
de tus piernas de barro,
de tus muslos de carne,
de tu alma de entrega.
No me detuve, nunca,
porque eras tú la que me llevaba,
entre tus dedos de árbol,
de ramas verdes. En tus dedos de viento
agitando mi fuego. En tu espalda de agua.
En tu vientre de tierra. En tu cuerpo.
Y en la hora en que las fuerzas
me abandonaban
tú me brindaste tu pecho,
tu regazo y tu corazón.
Y mi descanso
fue contemplarte,
poseerte, amarte.
Desde ese día,
desde el día en que descendí
de tu cuerpo, de tu vida,
desde el primer día,
desde el día hecho para los dos,
comprendí la eternidad,
el tiempo que sólo es tiempo a tu lado.