Escuchando una triste sinfonía
una noche de luna nacarada,
tu divina presencia presentía
y a través de los astros, tu mirada.
El murmullo del viento acompañaba
a la música aquella delicada
y al fundirse con ella sollozaba
con sollozos que al alma estremecían
a la par que su voz se propagaba.
¡Cuántas luces del cielo se prendían
como antorchas en largas procesiones
que en lejano horizonte se perdían!
¡Qué encontradas y santas emociones
suscitaban la música y el viento,
alejando inquietudes y tensiones!
Pude entonces llevar mi pensamiento
hacia el Reino de Dios. Cerré mis ojos;
la ventana cerré de mi aposento
y con viva intención caí de hinojos
invocando tu Amor con mis plegarias
y soltando la rienda a mis antojos.
Era un mundo de cosas sedentarias,
arraigadas en mí tan hondamente
como extensas raíces milenarias.
Se tornó aquella noche, de repente,
luminosa, radiante, inmaculada,
con un brillo sublime y envolvente.
En aquella mansión tan elevada,
una pléyade de ángeles había
como esencia en fulgores transformada.
Con mis ojos cerrados, no sabía
si dormido soñaba o si despierto
o era todo agitada fantasía.
Lo que puedo afirmar, porque es muy cierto,
es que, luego de abrirlos, la alborada
ya bañaba las rosas de mi huerto.
Ya no estaba la luna nacarada,
se dejó de escuchar la sinfonía;
pero pude aprender que tu mirada
en las rosas aquellas se encendía
y tu voz majestuosa persistía
en el hálito mágico del viento.
Heriberto Bravo Bravo SS.CC (Derechos reservados)