Cuando todo mundo, Madrecita mía,
me margine y quede triste y malherido,
cuando se me cargue la melancolía
y ninguna cosa tenga ya sentido.
Cuando todo, todo negro se me vuelva
y el dolor me envuelva con su áspera piel;
cuando mi morada sea como selva
y los alimentos me sepan a hiel;
Cuando el firmamento su luna me niegue
y de sus estrellas no quede ninguna,
de rodillas, Madre, deja que te ruegue,
deja que te escuche para mi fortuna.
Abre tus oídos. Oye mi plegaria.
Cúbrame tu manto, mírenme tus ojos.
Guíenme tus pasos por la solitaria
senda donde abundan lóbregos abrojos.
No me desampares, virgencita mía.
Haz que mi alma sienta de tu amor el celo.
Sin tu abrazo, Madre, yo me perdería
y sin tus caricias y sin tu consuelo.
Tú mejor que nadie bien que me comprendes.
Para Ti yo sigo siendo todavía
ese duendecillo que entre tantos duendes
ama los encantos de la poesía.
Mis instintos, Madre, no se quedan quietos.
Andan siempre inquietos con asaz soltura,
son fugaces llamas, versos incompletos
que en bocetos quedan frente a tu dulzura.
Eres mi refugio y eres mi guarida.
Eres la señora de mis emociones,
bálsamo que sana la flagrante herida
como la que dejan las desilusiones.
Es por eso ¡oh Madre! que tu amor reclamo,
porque está en tus manos. Eres poderosa.
Desde el fondo oscuro del rincón te llamo
antes que me cubran con pesada losa.
Heriberto Bravo Bravo SS.CC