Dos reinos incompatibles
conviven en este mundo:
el de las aves sublimes
surcando el cielo profundo
y el de los pobres reptiles
con aliento nauseabundo.
Las primeras, son señoras
del reino de las alturas;
los segundos, sólo reptan
en sus propias amarguras.
Las aves muestran su gracia
y ligereza, con sus plumas;
los reptiles escamosos
se ocultan entre las brumas
de un terreno cenagoso.
Cada cual tiene su sitio
fijo en la naturaleza:
el águila, en su realeza
se eleva y toca las nubes,
y la serpiente endereza,
impotente, la cabeza
y le pregunta: -¿Por qué subes?-
Las aves pueblan los cielos
y los aires, con su canto
y sus bellos movimientos;
los reptiles, entretanto,
las miran con cierto espanto
y con su nulo entendimiento.
No tiene culpa el reptil
de haber nacido en el fango
ni existe culpa en las aves
de poder alzarse tanto,
recorrer grandes distancias
y deleitar con su canto.
¿Cómo puede la serpiente
conocer lo que es el vuelo?
¿Cómo puede hablar de alas?
ni siquiera tiene patas
y se arrastra por el suelo;
si se acerca algún día al nido
del águila majestuosa
es sólo para, insidiosa,
devorar a algún polluelo.
Pero la serpiente envidia
del águila su realeza
y reniega de su torpeza
cada vez que se tropieza
con un tronco en su camino,
jamás acepta su sino
y segrega torva perfidia.
Así, en un gesto insolente,
se atreve a juzgar al ave,
¡pobre serpiente! no sabe
de ese reino ni comprende
lo que es andar por los aires
en un vuelo raudo y leve.
Cada cual tiene su sitio
sabiamente establecido
y debe, así, de conservarlo:
el águila siempre vuela
con gran maestría y elegancia.
Los cielos son de las aves
y sólo ellas los conocen
y saben viajar por ellos;
los reptiles sólo saben
y conocen de los suelos
por los que, obscuros, se arrastran,
escamosos y siniestros,
postrados sobre su panza
y, como absurda venganza,
acechan a los polluelos.-
Eduardo Ritter Bonilla.