"Para saber vivir, hay que aprender a morir", dice la letra de una canción que aun no se ha escrito (y que quizá nunca se escriba).
Una canción que ahora canto, mientras duermo, mientras escribo estas líneas. Una canción que para mañana seguramente habré olvidado...
El otoño trajo penas camufladas en tarros de avena, trajo dientes y tragedias, y se llevó nuestras monedas, junto con copos de arena, para restregarnos en la cara las verdades de una guerra ya perdida antes de haber sido anunciada.
Y los soldados, pobres ellos, muertos, jugando a las damas, apostando sus narices para ver quién resucita primero.
Indómitos arándanos que escaparon raudos en una huida ciega, cantando silenciosos por su blanca derrota, por su gélida añoranza de paraísos y tumbas, y que no entendieron que las guerras no se ganan solas, mas se compran desde sótanos y oficinas de empleo donde cabalgan la muerte y la miseria, cogidas de la mano, como hermanas gemelas.
Risueños infelices, que no supieron discernir las gaviotas grises en un mar de palomas muertas. Pues ya está dicho que en el firmamento se encuentran los sueños que dejamos abandonados en la mirada, que no hay certeza que descifrar pueda los misterios de una noche helada. . . .
"No hay mal que por bien no venga", dice una frase cuyo autor se ha perdido en el tiempo y la ignorancia. Y así es como me encuentro ahora, esperando morir primero, para empezar a vivir, y escribir esa canción cuya letra he dejado olvidada en mi almohada.