Mira al hombre que llega
cansado en la noche,
arrastrando los pasos,
la ropa arrugada,
arrugas en la cara
y arrugada el alma
por una oficina
que a diario lo mata.
Mira al hombre sin fuerzas,
la vista agachada,
hueca la sonrisa,
como extraña mueca
un tanto macabra.
El hombre que llega
tras otra jornada
de "siempre lo mismo",
siempre el negro abismo
en que su vida pasa
mientras su optimismo
se esfuma y se acaba.
Mira al hombre hueco,
vacío, sin nada
que levante su hombro,
que enhieste su espalda,
que lo haga olvidarse
la jornada larga
de pena y trabajo
por exigua paga.
Mira al hombre pobre,
cargado de tiempo,
con mala memoria
y mucho sufrimiento
a través de un camino
de futuro incierto;
tragando su orgullo
ante la injusticia
y ante el atropello
que niega lo humano
y lo convierte en máquina
fiel y productiva,
sumisa y callada.
Mira la oficina
(su único horizonte
de todos los días,
de tarde o mañana):
un mar de escritorios
y voces cruzadas,
tubos de luz blanca,
sin sol, ni ventanas;
cerros de papeles
llenos de palabras
firmados de prisa
por manos crispadas.
El mezquino mundo
de intriga y cizaña
que por tantos años,
semana a semana,
destruyó sus sueños
y enterró a su alma
en un juego de farsas
y envidia malsana.
Mira al hombre que llega
cansado a su casa,
rota su esperanza,
rostro indiferente,
vacía la mirada:
ha muerto por dentro
y por fuera se apaga
con su paso lento
y su rutina amarga.-
Dedicado a la memoria de mi abuelo, quien trabajó en una oficina de gobierno hasta los 82 años.