En un balcón del castillo se encontraba,
principe de palacios, apuesto y sin alma,
desposado con una bella princesa estaba,
pasando los años, con hijos la premiaba.
Una noche, mirando al cielo, la luna lo llamaba
embelesado se quedó mirando su bella cara,
y a sus cuentos acudía hasta empezar el alba,
enamorándose sin tregua, acariciando su mirada.
Pasaron los meses, pero las nubes la tapaban,
ella entristecia, y moría de nostalgia,
dejándole en su balcón, lágrimas doradas,
dónde cada mañana él las recogía y las guardaba.
Por fín llegaron las noches estrelladas,
la luna acudió rauda a sus brazos, y no estaban,
y al instante él acudió, gritando que la amaba,
el silenció se agudizó, eternizando sus miradas.