El precio que tenemos que pagar

¿Qué precio hay que pagar? ¿Qué precio tengo que pagar?
¿A cuanto está el kilo de lealtad?
¿A cuanto el de nobleza, el de verdad, el de sinceridad…?
¿A cuanto el de humillación? Y ni siquiera pregunto, por el de perdón.
No sé cuanto vale, lo que si sé, es lo que nos cuesta a cada uno,
de la pérdida de nuestra alma, de nuestro propio yo, de nuestro ser;
de nuestro sentido en la vida, de lo mucho que has invertido en darte, tanto
que ya no te queda nada para ti.
Nada con lo que consolarte, curarte las heridas, tapar las llagas…
El precio es muy alto, la ganancia inexistente,
el desprecio que recibes, enorme.
La soledad te llena y te envuelve como una nube de carbón.
Siempre creí que la injusticia no tenía perdón,
yo la perdoné.
Siempre creí que lo que siembras recoges,
yo sembré campos y campos de amor,
huertos y huertos de verdad,
bosques de nobleza, alamedas de pasión.
Pero debí confundir las semillas;
una vez más, mi despiste me la jugó
y recogí el más rastrero de los eriales de la vida.
Invertí en la confianza, en la nobleza, en la verdad…
Los expertos me aconsejaron y no sin razón,
pero yo no les escuché, no quise escuchar a la lógica,
no quise abrir mi cerebro, caminar por el camino recto;
solo escuchaba a mi corazón
y si el corazón te traiciona
ya no vale perdón.
Lo cierto es:
que no sé donde estoy, donde me he quedado, para donde voy…
Apenas me quedan recursos,
sangre en las venas, luz en el alma, trozo de corazón.
He perdido mi batalla, mi bastón;
casi no me quedan ganas de seguir caminando despacio,
despacio hacia mi rincón.
Pues aún así, todavía me puede la pena,
me puede el dolor, mi más ni memos
que por quien me venció.
Y es que vencer no siempre significa victoria,
también significa perder;
siempre se pierde algo: se puede perder hasta al perdedor.
Y aunque este nos pueda parecer insignificante,
en su momento, algo significó,
significó durante un tiempo: parte de nuestra razón.
Dedicado al eterno vencedor