Son los postreros años
como la nieve de invierno
que enfría con su blanco manto
la sangre en los corazones,
aletarga las conciencias
y adormece mansamente
aquellos febriles sueños
locos de la juventud.
Son las últimas etapas
de vida de los humanos
como el agua entre las manos
que se escurre presurosa
dejando sólo resabios
de una efímera humedad;
se va el agua de la vida
en esa plácida corriente
cuyo viaje es sólo de ida,
pues el tiempo nunca vuelve.
Son esos últimos días
de cada humana existencia
como el más pálido ocaso
que alumbra el fin del camino,
último acto que el destino
señala como una meta;
etapa de vida quieta
en la que el alma al fin descansa
de un largo peregrinar,
al frente ya no hay "mañanas",
no hay ilusiones mundanas
ni nada más qué esperar.
Es el final de la vida
un negro telón de fondo
que nos oculta la escena
de un ignoto "más allá",
se encoge el alma de pena
mientras la mente, serena,
contempla con su experiencia
cuanto ha quedado detrás.
Entonces se agita, rebelde,
nuestra cansada conciencia
con inusitado celo,
en un inútil anhelo
por volver, desde un principio,
el viejo sueño a comenzar.
Mas, el momento ha llegado
de abandonar este mundo,
el tiempo se ha terminado,
el camino ya está andado
y se diluye nuestro tiempo,
nuestros sueños y recuerdos,
nuestros planes, los anhelos,
entre los espesos velos
de un sueño largo y profundo.-