Cordillera de Los Andes

¡Hay que hacer la revolución!
decía José
montado sobre el puntal
de una montaña;
¡Oh América del Sur!
es tu columna vertebral
la cordillera que me hace fuerte,
que acopla la tierra andina,
a través de una tierna flor
y el plomo de un severo cañón,
aquél que los hizo temblar,
al portugués y al español,
desde lo alto
de la montaña que se ilumina.
José
estaba embriagado de justicia,
hablaba
como si fuera un jovenzuelo,
con audacia,
sin reparos,
como si no pudiera morir.
Hablaba de la sangre
que daban los esclavos,
para enriquecer al hacendado ruin;
la misma que dan los campesinos
para favorecer al latifundio,
al pie de la serranía.
¡Qué debo hacer?
digo ahora yo,
si nos pisan las botas
extranjeras,
al punto de dañar nuestro vivir.
Y no es justo,
mientras las estrellas
alumbren con luz propia
y se pueda empuñar un fusil,
para defender
un pajarillo en vuelo,
o la dignidad del dos mil.
¡Hacer la revolución,
decía martí;
la revolución verdadera,
aquella que cambie mi vida,
que se forje del alma,
junto al banano candoroso,
que nos quitan,
junto a la laguna de Bolivia,
con el corazón en el Amazonas;
para recordar el grito
de un chileno en el estadio;
para que se junte la sangre
y el adobe
del esfuerzo solidario,
de un hermano
que hoy grita en Chiapas
y en Las Malvinas nuestra.
Será la que se haga
al estilo del valiente,
como en Guatemala y El Salvador,
como aquél de Tupac Amaru,
Atahualpa y Cuanhtémoc,
tal como dijo Neruda,
para quemarte en el infierno.