Cuánta experiencia viva acumulada.
Cuántos años de todo, todos juntos.
Cuánta pasión de vida derramada.
Ya perdieron presencia los asuntos
y los anhelos ya difuminados,
se olvidaron de prisas y trasuntos.
Ahora los corazones sosegados
se reclinan poblados de distancia
con los ojos acuosos y varados.
Las mejillas perdieron su prestancia
y un temblor en las manos adivina
el recuerdo fugaz de otra elegancia.
Una mirada ausente y mortecina
desoyendo las voces del presente
tiene el cuerpo del tronco de una encina.
El dolor en los huesos permanente
como llama que alumbra los sentidos
y los marca profundos en la frente.
En los dedos, sarmientos doloridos,
ya no existen caricias ni destreza,
sólo el recuerdo de hábitos perdidos.
Y una neblina espesa en la cabeza
de fatiga, distancia y soledad,
y una mueca perenne de tristeza.
Cuerpos rotos de luto y gravedad
persiguiendo la luz del mediodía,
despojados de toda vanidad.
Cuerpos yermos privados de alegría
que vislumbran, cansados, su horizonte,
atravesados de melancolía.
Como versos heridos en el monte
arrastrando su pena y su desgana
entre plumas de un pájaro bifronte.
El cabello, crespón de blanca lana,
abandera el orgullo y la altivez
de ese tiempo insensible que desgrana
la secuencia mortal de la vejez.