En una noche de febrero,
un pequeño árbol brotó,
empezó a crecer y formó
una densa copa que el mundo entero
alguna vez envidió.
Era resistente a la tormenta,
a la nieve y al granizo,
mas un día, por arte de algún hechizo
o del que en el cielo se sienta,
quiso poner fin a lo que un día hizo.
Un brusco huracán,
letal y poderoso,
sin ahorrarse el ser filoso,
sin ahorrarse ser bruto en su afán,
tiró abajo el árbol majestuoso.
Su gran tronco, al llegar al suelo,
en dos se dividió, estaba roto,
era una imagen singular, permanente como una foto:
hojas y ramas en un extremo,
raíces y tierra en otro.