De dentro

Escribo, para dejar grabado en la historia,
en papel de centeno, cómo las flechas
espinadas de Eros en alianza con Ares
atravesaron fácilmente esta endeble condición.
Cuando el sol se metía en la cama
y despertaba la luna, los búhos
cantaban ópera en los balcones;
bailaban los gatos con las zarpas
fieras; el coro de los perros en uno
acongojaba a la noche.
Las farolas escuchaban el espectáculo
con ojos conmocionados;
el viento y la nieve se daban la mano
para palidecer el llanto;
bandadas de estrellas revoloteaban
alrededor de la escena
recalcitrante.
En la calle se cedían el paso almas
en pena, la procesión de
abril dejaba los monumentos para
acercarse al evento.
Se inundó la plaza de extraordinarios
acontecimientos en aquella
ocasión: Dios tomaba cerveza en el
bar de la esquina; las pirámides egipcias
se erigían cerca de la Iglesia; hablaban
los monos con los delfines.
El reloj del ayuntamiento acabó el jornal
deteniendo el tiempo; la Tierra se pidió
unos días de vacaciones y ahí estaba jugando
al billar con los libros de historia.
Bajando del universo en un cometa volvía Huidobro
a recitar poemas, enmarañando palabras
francesas en la horitagne.
El propio horizonte se había divorciado de los montes
y del mar por la mañana, y se emborrachaba en
la fiesta de los desgraciados.
Desenterraban sus huesos, con poemas grabados en ellos,
Catulo, Cadalso, Bécquer, Darío y Neruda.
Aquello era el apocalíptico inicio del amor
de un pobre e ignorado poeta que
acarició los versos de la literatura sólo
para recordarte a tí, obligado a
restituir con un lápiz tu sempiterna
ausencia.
No había lugar a dudas: el mundo estaba loco,
y clavó un cartel en la luna para informar; la vía
Láctea amamantaba los planetas; los agujeros
negros invitaban a pasar a los asteroides y a las
supernovas.
El tiempo y el espacio en huelga tragaban nueces
viendo el partido en la tele; no existía en esa
plaza rastro alguno de la razón, que se hallaba
secuestrada (atada a un alcornoque) por
los siglos de Francia napoleónica.
El espíritu neoclásico buscaba inútil por el bosque,
con linternas, y era perseguido por el Romanticismo,
con corazones, cianuro y balas perdidas.
A todo esto, venían por calles paralelas, Amargura y Rosa;
Silvas y Rivas, vecinos del pueblo cárdeno, recitando
poemas del pasado presente; se acercaba la Guitarra
del Maine repartiendo notas y gorgoritos a ellos con un
“All they need is love”.
Se reunía el cosmos al completo.
Animales: los leones volaban agitando sus plumas; de
nube en nube saltaban las tortugas; y las gaviotas buceaban bajo tierra para no retrasarse.
No cabía una palabra entre el alboroto del ayer, hoy y
mañana.
Tumbado, con un folio y sangre en la mano derecha,
estaba yo retorciéndome de dolor, y redactaba la
noticia de ese momento atemporal; sorbiendo
el aire y rasgando el viento, hacía público tu
nombre, que viajaba en dirección a los cuatro
puntos cardinales, y se grababa en la frente de la eternidad.
¡Ah! Se levantó el sol para dispersar a las masas.