Prefiero vivir en las grandes ciudades, extensas, densas, en las que puedo ocultarme y de ellas, especialmente, las aglomeraciones, porque me impregno del contacto con la gente. Dos conceptos contradictorios que sobreviven en esta ciudad de la que les quiero hablar.
Mi ciudad, cuna de mi alma y mi ser,
me ha visto lentamente envejecer;
desde su interior asoma una identidad
fraternal, próxima, acogedora,
que permite desde mi habitáculo
abrazarla en aras de una legítima propiedad.
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Te acojo entre nubes de algodón
te mezo, susurro y arrumo,
te arrullo y embeleso
te arropo y cuido como porcelana,
como en frágil espejo reflejado.
Mi ciudad me mira consentida,
por mi traición,
por ser pasante entre calles de asfalto
sin percibir su belleza.
Por estar perdido entre el Yo
y una muchedumbre,
con viandantes ajenos, sin rostro,
que se apresuran por mi mismo camino
rozando el aire que me envuelve
y que inhalo enfriando mi laringe.
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¡Pobre diablo, te vamos a comer,
a deglutir entre sorbos de alcohol,
llegarás a ser nada blandiendo
el estandarte de la pobreza,
del anonimato y del sin sentir!
Después de tantas vivencias
que han enraizado en esta tierra árida,
me parece haber luchado con esfuerzo
para conseguir unas bases firmes
que me permiten tener sentimientos patrios
y sobre todo poder compartirlos.