Despertar del amor

¡Qué noche más tranquila, qué magia, qué quietud!
¡qué luna tan redonda, tan blanca! ¡Cuánta paz!
y se oyen a lo lejos las cuerdas de un laúd
con el lirismo propio de algún cantor audaz.
Despierta la muchacha que en plena juventud
percibe en ese canto una intención voraz,
algún vampiro horrendo abriendo su ataúd
o talvez un vesánico de espíritu falaz.
Un viejo rabo verde, ausente de virtud,
o algún amante de esos de corazón procaz;
el uno muy añoso y en plena senectud
y el otro con los bríos de cabra montaraz.
Alguna vez yo pude leer en el talmud
no sé ni en qué versículo con claridad asaz
que el alma se desliza como por un talud
a un mundo de ilusiones y entonces es capaz
llegada hasta la sima, de conjugar sus bríos,
reunir sus energías y con vigor supremo,
en un impulso grave perderse entre los ríos
o en el fulgor del cáliz de un viejo crisantemo.
Y en medio de sus tantos truhanes amoríos
-mejor cancelo el verso, porque si no me quemo-
dejar terciados todos sus sentimientos fríos
sin brújula, sin norte, sin rumbo, sin baremo.
Así, por más que el cielo de fulgurante lampo
oculte de la estrella la luz radiante y pura
y aunque a galope cruce la mar el hipocampo
aquella dulce niña se sentirá insegura,
se sentirá acosada e inerme y desolada
y un arlequín maligno, noctámbulo y travieso,
en medio de la noche, desnuda y angustiada
encontrará a la niña; pero jamás su beso.
Heriberto Bravo Bravo SS.CC