El chico soldado

Nubes y polvo.

Chicos corriendo, madrugada de invierno.

Y un chico puro recorre las sendas

sin más compañía que su virgen carabina.


De otros enemigos le habían hablado.

Con otras batallas había soñado.

Por otros motivos hubiera matado. 

Camina despacio,

lleva en sus manos un mensaje.

Se lo dio un alto mando

y al más alto habrá de entregarlo.

En su trayecto se confunde con una ola salvaje.

Son los civiles rezagados

que por viejos, cojos o sabios

no han podido huir temprano.


Al emerger de esa maraña

de gritos casi humanos

le arrastra una resaca

que su paso gana sin ganas.


A cada paso, un recuerdo de sus tiempos de risas.

A cada metro recorrido

una lágrima que se seca por el camino.

Ya no le quedan, las ha gastado con sus amigos en las trincheras,

viendo como por sus heridas abiertas se les marchitaba la vida.

Por capricho, desde luego, el destino no ha mediado.

Fue una bala traicionera o una mina abandonada

o los restos de metralla

o el desgarro de un cuchillo que se clava en una espalda.


Es el mismo final repetido.

Muchos ojos conocidos ha cerrado.

Con su mano sella los fríos párpados oxidados, la función ha terminado.

Pero el está intacto, el horror no le ha arañado.

No se siente agradecido ni hacia Dios ni el enemigo.

Dios le ha prestado el regalo de la vida

y cada día se le hace más pesado

seguir arrastrando la ilusión de haberla guardado.