Me encontraba en un maloliente antro...

Me encontraba en un maloliente antro, donde la humedad y el olor a rancio impedia casi el respirar. Frente a mi una mesa, afectada por los años, con la sensación de que en cualquier momento pudiera desmoronarse y convertirse en no más que un montón de madera que rechazaría hasta la más glotona termita. Una bombilla colgaba del techo, iluminando tenuemente el vetusto mueble y unos pocos billetes arrugados. Y ahí, sentado frente a mí, la silueta de un hombre. La débil luz caía sobre su figura, permitiendo adivinar sus vestimentas: Una vieja gabardina, tal vez marrón, y una camisa arrugada y sucia por los días que llevaría ya ese hombre sin cambiarsela. De su rostro se podía entrever la barba sin afeitar de varios días, descuidada, y unas ojeras bajo sus ojos tristes que habían perdido toda esperanza. Del pelo hacia tiempo que había olvidado su cuidado. Entonces me dí cuenta. Tenía algo en mi mano. Bajé la vista con miedo. Sujetaba un viejo revólver. Temblando empecé a levantar la mano, a acercarmela a la cabeza. Tuve el antojo de cambiar de objetivo, de disparar al tipo del otro lado de la mesa. Me desdije. Ya notaba el frío acero. Sentía como si el inflexible cañon de la pistola se me clavara en la sien y me conjelara la sangre. Intenté mover la mano. Era imposible. Es increible como el miedo puede adueñarse de un ser humano. Aún así reuní el suficiente valor. Conseguí mover muy pausadamente el índice y como si se tratara de un trabajo sin parangón empecé a vencer la resistencia del gatillo. Una de las gotas de sudor resiguió el contorno del revólver al encontrarse con él. Hice el último esfuerzo con los ojos cerrados de temor. ¡Clic! Aparté bruscamente el arma de mí: no quería tenerla en contacto ni un segundo más. La lancé asustado encima de la mesa. El hombre que había delante mío me miro inexpresivo. Sin dudarlo, sin titubear ni un momento cogió el revolver. Puso el cañon entre sus dos ojos vacíos. Apretó el gatillo con decisión. Se me heló la sangre. El ruido estrepitoso de aquél revólver tronó en el ascoso tugurio. Una estela de sangre siguió a la bala que le había atravesado el cerebro. La silla cayó hacia atrás. Me levanté acobardado, con el miedo invadiendome de nuevo. Dando lentos pasos llenos de temor me acerqué a él. Su cara seguía sin ningún tipo de expresión. Un baño de sangre le rodeaba y podían verse sus seso, derramados por culpa del azar. Giré la vista y me encontré los billetes que seguían sobre la mesa. ¿Valía la pena arriesgar la vida por eso? Barrí los billetes con un movimiento rápido con el brazo. Cayeron al suelo empapandose de sangre. Con paso lento, pese a que el pulso me fuera más veloz que nunca, salí de la sala.
No, no valía la pena.