Retoño de un adiós.

Lo ven dando bocanadas de nubes y presumen su última exhalación, que se erige en una sonrisa como si dijera: "Ya me voy". El discurso es la elocuencia de su palidez, un silencio lleno de expresiones. Hablan con las armas estériles de su cuerpo. Y sus ojos. sus ojos ya no estarán perdidos por siempre, sino extraviados mágicamente por un instante para murmurar en tono moribundo su partida.
Lo tienen de pie ante su vida aun así yaciendo como una hoja seca. Le lloran como los sauces eléctricos, enérgicos pero sutiles, despidiendo en cada gota de pantano, con ese llanto culposo, pueril e inmaculado a quien siempre van a amar.
Lo ven con nostalgia y recuerdos aguerrillados, resarciendo con un inefable amor aquellos errores que nunca pudieron poner en palabras.
El alma se infla, para qué mentir, desestructurada y suspendida como baba de diablo o laudes chillones.
Ven su piel lívida y la energía de los pies puesta en las alas; o los temblores quejumbrosos de sus manos que van cediendo paso a la calma chicha. O simplemente ven tras la ventana que el grisáceo cielo no ataca tornasol; el color del mundo se extingue en menos tiempo de lo que deja contemplarse un colibrí. Y todo cobra un sentido diferente porque sabemos que quien tenemos al lado va a morir. Y para qué mentir, el alma se infla de tanto amor, y estamos inermes ante el retoño del adiós.
Es esa sensación de un clima tan áspero que gravita en nuestra viseras como plomo o topacio, o una simple piedra de sal.
Yo sólo digo adiós, y para qué mentir. se me llena el alma de amor.