Ella es la imagen de Atenea,
creada de la piedra
tan fría al tacto
que tiembla mi mano;
un mineral blanquecino,
opaco cual ladrillo,
espejo de los espejos,
orgullo del lamento,
libro de los secretos.
Ella que no miente
mientras no caiga nieve,
y con los copos en el suelo
se funde en los abrazos
con contables dulces besos,
con excedentes sentimientos.
Ella que le daré tanto,
pidiendo siempre a cambio
uno más de sus besos,
que no son monedas, si no premios;
la medalla que siempre encuentro.
Ella, la verbena que llevo;
hasta que la conocí
fingí ser rico de alegría,
ahora soy cobre y tinta
y siendo así, soy feliz.
Ella la guía de mis ojos;
el oxígeno de mis pulmones;
la mecenas del Otoño;
la posada de mis cervezas.
Ella, la cuerda que me sujeta
en mi escala a la montaña
para que no caiga al vacío,
donde lejos de almohadas
me aguardan mil alabardas,
que rasgarían mis entrañas.
Ella que no es mi mentora
ni responsable de mis horas,
me recuerda mis deberes,
las fechas, cenas y fiestas.
Ella, la niña caprichosa,
que sin pedir demasiado
es rigurosa receptora,
de comidas, joyas y ofrendas;
orgullosa rosa punzante
que te erizas sin sonrisas,
te molestan las minucias
y sin embargo, te entiendo
lejos de canjearlo
curo el vacío con sueños
y las peleas con besos.
Ella, la que come demasiado
para ser tan hermosa;
la que espera tanto
sin soñar con rosas,
pero algún día habrá madurado
de brote a semillas,
de princesa a reina,
estando conmigo, o sin estarlo,
en su hermoso reinado.