La quietud aquella
era el refugio,
pudiente, sincero, indoloro,
tenía la paz y la vigilia
constante,
de un ameno coloquio
inteligente.
Eramos...los dos
paseantes necesarios
de una tarde,
donde los abriles
tenían la
maginitud de un
cielo gris y sedentario.
Solíamos recorrer
el parque, tan conocido,
como un sendero
artero de caminos
flotantes,
lugar tan nuestro,
tan querido,
que nos abrigaba
al son de una melodía
imaginaria y redentora.
Y era la quietud aquella,
la imperdible manera
de encontrarnos,
a solas y en silencio,
sin el más mínimo
ruido, que intercediera,
entre las caricias
constantes y el sol tenue
de una tarde que
amagaba a esconderse.