Yo la conocí
todavía de buena edad
aunque un poco avejentada;
el gesto un tanto insolente
y era altiva su mirada.
Me dijo no ser de aquí,
venía de un lugar del norte,
y era fácil su reir
y había cierto garbo en su porte.
Intentaba disimular
su edad y su condición
con su ropa y con su andar,
pero era inútil su intento;
presumía de una virtud
que no había en su sentimiento,
y de una juventud
que ya había muerto hacía tiempo.
Era una mujer vulgar
fingiendo refinamiento;
nunca se supo ubicar
en su verdad y momento,
a nadie logró engañar
pese a tanto fingimiento.
Como vino se alejó,
el destino la arrastró
sin rumbo, en su triste historia
y, por un tiempo, la perdí
de vista y en la memoria.
Pero hace unos días la ví
(pasados ya varios años)
cuando andaba por la calle;
ella no me miró a mí,
con un saquito hasta el talle
y, en su rostro, arrugas mil.
El pelo lacio y blanqueado,
sin peinado "de salón";
en su vestir descuidado
y en su paso, ya cansado,
pude ver su situación.
Iba a cruzar la avenida
para ir a saludarla
cuando la miré extendiendo
la mano (y la mirada)
hacia los pocos transéuntes
que a esa hora pasaban.
Obtuvo algunas monedas
y una que otra risotada,
y una lágrima rodó
por sus mejillas ajadas.
Me paré a medio camino
sin decidir ni saber
a ciencia cierta qué hacer
(qué cosas tiene el destino).
Me volví sobre mis pasos
y me fuí sin alcanzarla,
para no pisar su orgullo,
no quise mortificarla;
de vez en cuando, la encuentro,
de lejos, alrededor,
y alcanzo a oír su lamento
con voz que me trae el viento
como un pálido murmullo:
-"¿Me da una moneda, Señor?"-
Eduardo Ritter Bonilla.