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MI ÚNICA Y QUERIDA MUJER.
Circulando bajo las hebras del pelo gris,
labios desesperados que perdieron la intuición,
desesperados por besar de ti un solo matiz.
La belleza mengua,
pero mi placer por sentirte cerca
se regenera en cada momento,
rebelde y liviana,
sobre mis brazos.
El corazón es un puño
que ase con fuerza todo aquello que idolatra,
y ese, el manto de esperanza que siempre fue tuyo,
que siempre fue blanco como tu ahora anciana cabellera,
y esos, tus senos a mí prometidos,
que van decreciendo sin quererlo.
Aquel órgano aún flaquea cuando la cabellera contempla,
o a los senos se les despoja del atuendo.
Tu ojos húmedos todavía constituyen una amenaza,
tú invocaste la llama permanente de la belleza indestructible,
quizás perdieras impetuosidad pero ganaste en experiencia,
quizás liso antes fuera tu rostro pero los surcos también los suscribí yo,
míos son ciertamente,
ambos nos los merecimos con los años.
Cuántos besos, cuántas batallas, cuántos momentos,
y todavía nos crece el alma mientras el cuerpo no nos escucha.
Tú vives despierta en el país de los milagros inconcebibles,
rumor exquisito separado del cielo,
cosecha de confianza y sentimiento cuyos frutos no empalagan,
pero sí sacian, fragmentándose en pequeñas rodajas.
El día en que sentí brotar el fuego en mi ser,
supe que mi destino era mujer, y que no era más que tú.
Recuerdas que te confesaba...
Para ese tiempo, amor mío,
para ese tiempo en que tus ojos decaigan,
que tu apostura juvenil se desprenda como átomos en el aire,
para ese tiempo, habremos acumulado y compartido tantas vivencias,
que separarme de ti no significaría más que traicionarme a mí mismo.
Siempre he creído en el amor a una mujer,
en el amor sin restricciones,
en el amor puro,
privilegiada distinción a la que sólo se llega con el conocimiento,
con la bondad del corazón, no cesando en el empeño,
convenciéndose uno mismo de la grandeza que entraña semejante,
grandioso ideal,
cuya altísima cumbre sólo es factible coronar ofreciéndole
a esa hermosa criatura el más sincero afecto.
Ya no tenemos veinte años.
Tantas veces hemos hecho el amor,
y tantas veces quise seducirte,
descubrirte, como en aquel primer instante en que te vi
contemplando la mar, bajo la noche estrellada.
Después de recorrer las calles y las esquinas de medio mundo,
he de decir, que no pude hallar en mujer alguna la soberana perfección
de tu actitud y de tu talante.
Reconozco tu cuerpo como mío,
tu sonrisa es mi alegría,
tu pena y tu dolor como si yo los padeciera, mi vida.
A menos que la caprichosa fatalidad sustituya tu figura
por la maldita, exangüe soledad,
creo, compañera, que permanecerás a mi lado
el tiempo que la fortuna nos otorgue,
y ojalá nos abandonemos, juntos,
cogidos de la mano, el mismo y lejano día.
Hasta entonces, pretendo seguir disfrutando a tu lado,
pues quien no logra extasiarse con una mujer a la que adora
no logrará nunca vislumbrar la intensidad del que vive plenamente enamorado.
Y tú sabes muy bien que, conociendo la vida como la conozco,
me negaba a pronunciar las palabras “nunca” y “siempre”,
pues es su sabia majestad un cotidiano y maravilloso misterio
que merece ser desvelado poco a poco, con paciencia y fruición,
pues quimera es prever lo que ha de acontecer pasado mañana.
Tal incertidumbre es la que convierte la cotidianidad en algo tan increíble, tan fascinante.
A mi mujer.
Tú eres mi mujer, mi hermosa y única mujer.
Mi única y querida mujer.
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