"AD LUCEM PER CRUCEM"
Cuando el alma parece con cautela
separarse del cuerpo en el que habita,
todo dentro de sí bulle y se agita
y la gloria de Dios se le revela.
Cuando escapa con esa sutileza
de un suspiro, de un hálito, de un sueño,
tiende siempre a encontrarse con su dueño
aun sabiendo que sigue estando presa.
Sufre, llora, se angustia, reza y reza
melancólica, alegre, trastornda
y advirtiendo que no consigue nada,
a su cuerpo abollado se regresa.
¡Cómo, entonces, de espasmos enloquece!
¡cuánto anhela la muerte! ¡con qué brío!
¡qué terrible impotencia! ¡cuánto frío
se apodera el alma y la estremece!
Todo en ella se nubla y se enrarece
y a la incierta prisión que la aprisiona
torna triste, se asila y se abandona
y el deseo de Dios en ella crece...
¡Qué dolor tan agudo, qué agonía
no poderse encontrar con el Amado!
Toda ausencia de Dios es desagrado,
es congoja mortal, es sima umbría.
Se diluye el trajín y más serena
prueba entonces la paz que Cristo trajo
y comprende que Dios está debajo
de ese impulso que al cuerpo la encadena.
Sabe igual que Jesús un día vino
y asumió de los hombres el pecado
al morir en la Cruz crucificado
ilustrando desde ella nuestro sino.
Sin embargo, el Calvario, por ventura
no es el fin, no es la meta. Es sólo un medio
y en la Cruz la esperanza y el remedio
halla el hombre a su angustia y amargura.
Cuando logra entenderlo ya no llora;
con Jesús en la Cruz se crucifica
y en sus llagas el alma aguarda la hora
donde todo dolor se dignifica...
Heriberto Bravo Bravo SS.CC (Derechos reservados)