Sé que ha sido el cincel de la vida
quien ha esculpido tu magullado cuerpo
que hoy apenas alberga el recuerdo
de tu imagen sencilla, buena y tan llena de ti.
Sé que la vida no perdona
ni el paso del tiempo ni las penas guardadas,
también, como no, sé muy bien que guardas muchas y
que tu cajón anda lleno de trastos viejos, roñosos y olvidados.
Quizás, ahora que vives sin vivir, lejano en el pensamiento
y quiebro en el cuerpo, no seas consciente ni de tu mal,
ni del engaño del que has sido presto.
Quizás ahora se cumplan tus sueños.
Los mil proyectos pensados,
las mil oportunidades traidoras
que te dejaron quieto y cansado, sin más ánimo
que tu ilusión de niño mimado.
Quizás ahora te están esperando en el mar de tu reposo
agazapadas tras las olas de espuma blanca y pura,
sembradas de azul intenso y de verde mar
como el color de tus ojos, soñándolas.
Todavía recuerdo, recuerdos tantos que se agolpan en mi mente
y ahogan mi garganta,
apenas puedo tragar tanta amargura y respirar al mismo tiempo.
Yo sé, que aunque en nada despegues de mí, de nosotros,
sin previo aviso y sin la mínima consideración de preguntarnos
que nos parece tu partida arbitraria y desalmada.
Jamás desaparecerás de mi mente, de mi corazón ajado,
de mis pensamientos nublados, de la poca vida que me quede.
No es que un padre no pueda morir sin más
y salir despacio por la puerta camino de su descanso.
Es simplemente, que un padre puede irse del mundo y no regresar jamás.
Atravesar montañas y cruzar ríos tenebrosos,
perderse en el mar del tiempo infinito
y atravesar desiertos inmensos de polvo y de arena.
Pero jamás podrá salir de la cárcel de amor,
de las rejas de oro y diamantes que guardan el corazón
de un hijo enamorado del padre que no solo le engendró.
Si no que además le enseñó, el gran secreto de la vida:
“El secreto del amor”