Claudie

Claudie, la nube de
tormentas y arcoíris,
alardea en la ribera el Maine.
Planean las lluvias torrenciales por el
océano Atlántico hasta caer en la tierra
de charangos y zampoñas.
El lobo guardián de la inocencia en la
garganta pide un rayo de esperanza
en el aliento joven e ignorante mas
futuro conocido, una palabra de atención
en la sombra de la mirada en la pared
de un hogar hispano-franco, hermano,
de Angers.
Y los aires de Bóreas traen consigo los restos
inoperantes de la sobrina de Amanda, en
una caja de música que alberga la melodía
franca y tradicional de la infancia regocijada.
Cierra los ojos, cierro los ojos, y la veo
acompañada en el cantar; la guitarra marca
el paso influenciada por artejos y clavos
acordes nacidos de la cueva en que Eco
y Galatea se encontraron una vez.
El perro aguza y corre hacia el lugar
en que se almacenan los huesos
de cachemira y lapislázuli, no aquí,
a mi lado, en un parque arenoso
y de hojalata y estaño; escapa y salta,
de un bote cruza el umbral limítrofe
hasta visar el motivo por el que súbito
el corazón comenzó a palpitar.
No llores, Claudie, nubecilla hermosa y algodona,
que entonces llueve en toda hierba y mar del mundo;
averiguó el can dónde se hallaba el placer
de sus dentales, mordió y gustó zamarrear juguetón.
Movía el ramo de flores con la gratitud de
contemplar el mar en calma y el sol en
la frente de la niña de alma.
Claudie, por última vez, busca el sendero
verde y amarillo. Allí, seguro estoy, podrás
coger la mano de la dulce marinera, con
las alas de girasol: Amanda La Cruz.
No lo olvides, busca.