Llegó Jesús al templo por la dorada puerta
a celebrar la Pascua; pero se sorprendió.
Un olor sofocante subió hasta su garganta
y un desquiciante estrépito a su oído aturdió.
Se encontró con aquella profanación abierta
donde todos gritaban, insultaban, reñían,
los chillidos de aquellos vendedores de ofertas
entre voces de ovejas y bueyes se perdían.
Jesús subió las gradas incrédulo, solemne,
en medio del barullo de aquella turba impía
y su divino rostro tan lúcido e indemne
se endureció de pronto y en ira se encendía.
Vió por ahí unos trozos de cuerda despistados
y los trenzó temblando y un látigo formó
y comenzó a blandirlo sobre desconcertados
cambistas cuyas mesas al suelo derribó.
Rodaron las monedas, volaron las palomas,
balaron las ovejas con sórdido clamor.
Olían a pecado y a fétidos aromas
aquellos mercaderes; a estiércol y temor.
¡Fuera, fuera con esto! gritaba el Nazareno.
La casa de mi Padre es casa de oraciones
y ustedes la han trocado sin fe, sin luz, sin freno
en antro de negocios y en cueva de ladrones.
Y continuaba dando violentos latigazos
mientras retrocedían buscando la salida.
El celo por la casa del Padre daba trazos
de ser un celo santo, sin tasa, sin medida.
Muy pronto el atrio inmenso quedó mudo y vacío.
Jesús estaba solo, jadeante, sudoroso
y lo envolvió el silencio y el viento caluroso
llevaba su plegaria: "¡perdónalos, Dios mío...!"
Heriberto Bravo Bravo SS.CC