Son las seis de la mañana
(para ti, las siete ya)
voy saliendo de mi casa
con la ciudad aún a obscuras,
los faroles encendidos
escoltando las banquetas
de calles aún desiertas,
en un frío amanecer.
Espero la camioneta
que ha de llevarme al trabajo
y, en tanto, mi pensamiento
parece languidecer.
Es el momento preciso
en que tu acudes a mi mente
con persistente dulzura,
y casi se me figura
frente a mi poderte ver.
Me duele tanto, a estas horas,
el que tu estés tan distante,
resulta desesperante
estar tan lejos de ti.
Son las doce, en la oficina,
se me ha cargado el trabajo
y varias horas han pasado
sin acordarme de ti.
No obstante, en este momento,
se aviva mi sentimiento
y se apodera de mi.
Cariño: ¿qué estás haciendo,
que no te encuentras aquí?
¿Estaré en tu pensamiento?
¿Te acordarás tu de mi?
Son las seis, camino a casa,
desfilan por la ventana
los árboles y colinas
y las casas campesinas,
a medida que regreso
al mismo lugar de siempre,
cada tarde, mes tras mes.
Mis compañeros platican
y, entre bromas y entre risas,
nuestro viaje tiene fin.
Me despido: "hasta mañana",
"que descanses" y demás;
pero yo no estoy atento
pues me pregunto por dentro:
Cielo mío: ¿en dónde estás?
Son las diez, en el silencio
de la noche, tu recuerdo
se agiganta en mi memoria
y tu retrato es testigo
de que quiero estar contigo
ahora mismo y para siempre.
Son las diez y ya es noviembre,
¿cuándo estarás junto a mi?
¡esta espera es imposible,
ya es del todo inadmisible
estar un día más sin ti!-
Eduardo Ritter Bonilla.