radiografía de un suicidio en tiempos duros

Ya no eran tiempos fáciles, todo el mundo se le caía encima como dos mundos. Sentía tras sus orejas frías el zumbir histérico de una muerte esbozada con trazos suicidas. Apretaba entre sus rugosos dedos un maletín que hasta hace diez minutos le pertenecía y ahora era un panteón de papeles y documentos huérfanos e indolentes. El humo hostil de su cigarro entraba por su garganta como gárgaras de arena y salía ronco tirando una grave tos. Ya no sentía la caricia de la vida por que esta se dejó crecer la uñas y en cada roce abría grietas en su alma de fiera herida. Eran sus ojos menudos trozos de imágenes. En su calva albina, un espejo donde otrora se reflejó una mente lucida, era ahora un mármol frío, donde se tallaba el sol con desgano. Hubiese deseado que el tren del tiempo no se demorase tanto: tenía tantas ganas de irse a ningún lugar, de destornillar su culo de aquel asiento que le propuso la miseria y saltar hacia un vacío lleno de abismos. Los transeúntes indiferentes a su desolación pisaban su sombra con un dolor que no le dolía. Todo el amor era un puntapié en sus entrepiernas. Miraba de reojo el nudo de su corbata y hacía fuerza para que se le vuelva un patíbulo afable, el último cadalso de su memoria senil. Pero no, no son tiempos fáciles, cada reloj se sabe de memoria su derrotero y no es la muerte con sus huesudos dedos quien espera, sino aquel pobre esqueleto metido de prepo en un traje gastado por el gris.