Uno construye su casa
como si uno fuera eterno,
creyendo que es "para siempre";
uno se compra un pedazo
rectangular de terreno
pagándolo con dinero
y lo considera suyo,
como si un mortal humano
pudiera ser de algo dueño.
Uno construye su vida
como se concibe un sueño
y, en ella, se fija metas
y vive de acuerdo a ideales
que casi nunca coinciden
con su destino y sendero.
Uno jamás se preocupa
por conocer más a fondo
su destino verdadero,
el "por qué" de su existencia,
su lugar en este mundo
y lo que debe hacer primero.
Uno vive idiotizado
por las cosas exteriores
y se comporta impulsado
por los motivos ajenos;
y nunca le da a su vida
la importancia requerida
y, ni siquiera hacia sí mismo,
logra ser leal y sincero.
Uno equivoca el camino,
desconoce "a qué vino"
y despilfarra su tiempo
en las conquistas temporales
y las cosas materiales
que atesora con esmero.
Y, al final, lo pierde todo
y se envilece con el lodo
de los afanes terrenos
y abandona al fin la vida
con la conciencia manchada,
con la brújula extraviada
y en el alma una honda herida.
Uno no sabe que su alma
es lo único que importa,
que con ella llegó al mundo
y que en el abismo profundo
de lo que llamamos "muerte"
su alma es todo lo que queda,
ni un amor, ni una moneda,
ni las lágrimas vertidas.
Todo queda en el olvido,
la indiferencia y el polvo,
cuando el alma, al fin, se ha ido
ignorada, incomprendida.