Este hundimiento permanente
en el que me encuentro,
alargando el cuello para respirar.
Estos 40 metros que me separan de la superficie,
sin equipo auxiliar, me hacen notar
la presión en todo mi cuerpo
y como si una mano férrea
me impidiese subir a mi antojo
y me sujetara la cabeza hasta
el último momento que afloro,
me dijese que no soy dueño de mi cuerpo
pero si de mi sentir.
Cuanto más respiro,
más tiempo me obliga a sumergirme
como si abonara la cantidad de aire
que en cada armisticio respiro.
Pido treguas, beneplácitos, permisos, anticipos y sollozos
ese brazo erecto de ansia,
se doblega a ritmo incomprensible
no dejando que te agotes mientras quieras respirar.
Una vez pierdas tus funciones vitales,
el brazo te deja libre
al amparo de la corriente.
Desnudo te ves arrastrado hasta la orilla
libre de cadenas, falto de vida, y con ligera sonrisa.