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Madre,
no estás en la tierra ni en el cielo—
estás en lo que el cielo y la tierra callan.
En el aliento que precede al nombre,
en el fulgor que tiembla antes del alba,
en el silencio que sostiene el mundo
cuando todo se deshace y nada consuela.
Ya no caminas con pies sobre el polvo,
pero tu presencia es el viento que me nombra
cuando el alma se pierde.
Ya no tejen tus manos la sopa ni el abrigo,
pero tejen aún mi ser con hilos invisibles,
con la luz que usaste para mirarme
la primera vez… y la última.
Madre,
eres el canto que no se escribe,
el aroma que sube del pan sin que nadie lo encienda,
la sombra tibia que me cubre en los días sin dios.
Eres el sueño que no duermo,
sino que me sueña a mí—
me devuelve entero cuando me rompo,
me devuelve niño cuando el mundo me envejece.
En las noches sin luna,
siento tu frente en mi frente,
como si el universo entero se inclinara
para que yo volviera, aunque sea un instante,
a ser aquel que tú conocías antes de que el dolor
le pusiera nombre a las heridas.
No te fuiste.
Te convertiste en misterio.
En la gracia que no se explica,
en la paz que llega sin merecerla,
en la certeza de que hay algo más allá del llanto—
algo que me mira con tus ojos
cuando ya no puedo mirarme a mí mismo.
Y si un día el velo se rompe
y el tiempo se arrodilla ante lo eterno,
no te buscaré en tronos ni en nubes doradas.
Te encontraré en el primer susurro del amor,
en el último aliento de la esperanza,
en el instante exacto en que todo lo terrenal
se vuelve puro—
porque tú estás en lo que no se toca,
pero se siente como verdad.
Madre,
eres mi primer cielo,
mi oración sin palabras,
mi hogar sin paredes.
Y aunque ya no estés,
sigues siendo—
siempre—
el lugar al que vuelvo
cuando el mundo deja de ser mundo.
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