Algoritmos del Silencio

En la oficina del mundo, los pulmones son cubiculos
donde el aire se compra en frascos de buena actitud.
Sonreímos en código binario, polímeros en las venas,
mientras el jefe de RRHH vigila nuestros termómetros de tristeza.

El manual de convivencia exige suturar las pupilas,
cantar "todo está bien" con la lengua recortada.
En Slack, los corazones tienen emoticonos obligatorios:
💀 se traduce como "¡Qué día tan productivo!"

Nos dan cafés gratis y planes de wellness
para vomitar el llanto que no cabe en los KPI.
La depresión es falta de team building,
y el hastío, un virus que formatea al quejumbroso.

Publicamos amaneceres filtrados por el Compliance,
mientras la ira hierve en los sótanos del hígado.
El burnout es una leyenda urbana del siglo pasado:
hoy quemamos diplomas para pagar el alquiler.

Si alguien grita "esto duele" en el meeting de los viernes,
lo borran con eufemismos y cursos de inteligencia emocional.
Promueven el feedback pero castigan la palabra viva:
la verdad tiene IP rastreable y causa despido inmediato.

Nos graduamos de mártires con máster en callar,
vendemos el insomnio en NFTs de resiliencia.
La autenticidad es el último delito sin coartada:
te condenan por respirar sin permiso del algoritmo.

Y así, el mundo se llena de estatuas de yeso sonriente,
mientras bajo el pavimento crece un río de párpados rotos.
Pero cuidado: hasta el silencio tiene fecha de caducidad.
Cuando estalle, llevará puesta la corbata del jefe.