Ayer llovió

Ayer llovió.
Pensaba salir a dar un paseo por las crines de un caballo
pero tuve que quedarme fuera para no mojarme.
Llovían galeotes antiguos,
llenos de piratas y tesoros;
el tan-tan que se escuchaba
cuando se extinguían contra el suelo
era pacificador.
Los grillos hacían coro para recitar poemas,
al son de los silbidos de las aves.
Veía llover usando unos anteojos,
mientras tomaba vino en un zapatito blanco;
la ballena que se sentaba a mi lado
engullía libros de Pepito Grillo.
Los barcos de guerra patinaban sobre relámpagos de trigo molido.
De repente, un terremoto sacudió mi ombligo,
y me entró hambre.
Aquella vez decidí cenar renacuajos de camello,
y no la habitual retahíla de pescado emplumado.
Cada renacuajo que tragaba se llevaba al cielo
un diente de los míos; en su lugar
me crecieron 32 martillos de piel de cabra.
Llovían capitanes de galera, llovían reclamos
de trompeta con olor a últimos segundos.
Las barajas no aguantaron más en los estuches,
construían castillos de hombres amargados.
Ya de noche el sol soplaba burbujas de gelatina
regalando dulces a los árboles. Envidiosas las farolas
exterminaron todas las acacias de mi barrio.
No dejaba de llover, tanto gotas de zumo de uvas
como corsarios con camisa a rayas.
Dormido sobre la reina de picas,
soñé con la visita de un ciervo,
pero se fue con una mariposa
(en francés papillon).
Hacia el amanecer murió mi amiga:
explotó y de ella salieron veintisiete gatos pardos,
y mi esposa, aletargada durante años en un baúl
morado y gris.
Con las primeras sombras del siguiente día
cesó la lluvia,
los últimos caramelos rompieron las baldosas,
y un viento fanfarrón se lo llevó todo,
borrando la memoria de la historia.