La brisa azotaba, la humedad calaba en aquella fría noche de madrugada. Un hombre y el cuerpo de una mujer: piel morena, cabellos claros, grabada en la frente una cruz y sus pupilas casi cerradas. Nervioso él, sin saber qué hacer. Si ponerse a llorar o echarse a temblar, si echar a correr o llevarse de nuevo a su Lola. Como un fardo a los hombros se la cargó y a trompicones pretendía arrojarla al fondo. El extremo de una cuerda ató a los pies de Lola, y el otro, a una roca pesada, que lanzó al mar. No se sabe si fue desgracia, mala suerte o acaso casualidad, pero la cuerda se enredó en los pies de aquel asesino cayendo los dos al mar, y mientras se hundían, lo miraba Lola, con sus ojos abiertos y una risa casi burlona. En su puño, un papel con unas letras y un corazón, que las aguas fueron borrando: “Si no eres mío, no serás de nadie”