Un cálido atardecer de verano.
El sol es un disco de oro y grana
que besando el horizonte está.
Desde la angosta carretera
se divisan verdes prados
donde pasta el ganado disperso.
Las laderas de los montes
de oscuros pinos pobladas aparecen.
A lo lejos se ven altas cumbres azules.
La densa niebla va ocultando el paisaje
con su blanca sombra.
Varios túnes atraviesan las montañas.
Al lado de la carretera se escucha
un río de agua risueña y cristalina.
Aldeas, pequeños núcleos de casas
con sus luces ya encendidas,
se atisban a lo lejos.
Casas que invitan al recogimiento y la paz.
Nubes oscuras van haciendo sombría la noche.
Tras las montañas, el mar se divisa.
El mar, casi dormido está,
con sus olas de blanca espuma.
El mar, tan solo y tan lejos de sí mismo,
de punta a punta, de parte a parte.
En él se refleja una luna de plata.
En su orilla barcos de pesca
aguardan una próxima salida.
El agua huele a pescado y a sal.
A lo lejos, en el oscuro horizonte,
una sirena canta.
La noche iluminada
por un sinfín de estrellas que tililan en el Azul
La noche, amalgama de sombra y luz.