Cochabamba, 6 de marzo, 1968 
Ya ni sé lo que me pasa. Esta mañana, cuando quise lavarme
las manos, de la pila me salió un chorro de sangre. Todo el día
me duele la cabeza, siento que me van a reventar los riñones,
que se me retuerce el estómago. Y nadie quiere decirme qué 
es lo que me está sucediendo. En las noches casi no puedo dormir
o me despierto aterrorizado porque sus ojos me están mirando. Me
duelen las articulaciones y nadie puede remediarlo. Nada me cura.
Tengo una sed bárbara. Me sirvo agua fría y en el vaso no echo más
que sangre. Los amigos se ríen de mi y hasta creen que me he
vuelto un cobarde. Cabalmente, mi hermana ha mandado a decir
una misa por mi salud y nada. Le dije que no tengo por qué 
lamentarlo. No tengo ningún remordimiento pero sus negros ojos
siempre están vigilándome. Bien hecho está, tres Marios de mi  compañía cayeron y alguien tenía que pagarlo. Mi cuñada, que he
perdido mi ajayu y yo, que ésas son puras huevadas, superticiones 
de indios. Pero por si acaso he hecho traer al viejo yatiri.
Mi alma había perdido, mi vida no era la misma, vivía escondido,
mi nombre había olvidado, su sangre me perseguía, mi conciencia 
me golpeaba. Cabalmente, los maricones no quisieron entrar  conmigo. Sólo dieron la orden. El de la CIA dando el encargo.
Se fue mi ajayu. No se atrevieron a venir conmigo. Lo remataron  después con un tiro en el corazón, claro, pero ya estaba muerto.
Yo me ofrecí, no hubo ningún sorteo como andan diciendo por ahí,
yo quería ser el más macho Mario! y del susto me perdí para  siempre. Pero ya no hay cómo rescatar mi alma en pena, porque
yo no soy Mario, ya no estoy dentro de mi, me han cambiado el 
nombre, no tengo identidad. No puedo volver, aunque quiera, 
ni grandes misas ni emanaciones verdes. Estoy confundido, no 
tengo alma. Porque mi nombre ya no es Mario. Para protegerme
dicen. Me escondo, me escondo hasta de mi mismo, porque nadie 
debe saber quien soy, nadie. Ni yo mismo. Debo olvidar, negar 
quién fui y lo que hice. Para no ver más sus penetrantes ojos  negros, verdes, negros, las sombras que me siguen, sus retratos
por todas partes, su breve nombre pintado en las paredes para  recordármelo siempre y yo sin poder recuperar mi ajayu, porque  aunque la gente no lo sepa, aunque no me arrepienta de nada,
ahora comprendo lo que me pasa, perdí mi ajayu para siempre,
es como si estuviera muerto.
No importa cómo me llame ahora. Mi verdadero nombre es Mario 
Terán y cabalmente tengo el orgullo de haber matado al Che 
Guevara.