Isabel ya no es muy joven
(anda por los treinta y más)
y, como miles de damas,
habituada a trabajar;
un trabajo de rutina:
de la casa a la oficina
y es su vida siempre igual.
Pero Isabel tiene novio:
joven, guapo y bien plantado,
con un auto deportivo,
un aire despreocupado
y un "status" exclusivo,
muy difícil de encontrar.
Ella piensa en el "casorio"
pues su novio es un tenorio
al que no es fácil atrapar.
Isabel, enamorada,
ahora sí está ilusionada
y no ha dejado de soñar.
Hasta que un día, en el trabajo,
recibiera una llamada,
pálida, desencajada,
pidió permiso una hora
y acudió sin más demora,
en un taxi, al hospital.
Allí, su futura suegra
le hizo ver, de muy mal modo,
que no era bien recibida;
pero su mayor herida
(porque ahí lo perdía todo)
fue enterarse de la muerte
de su bienamado Andrés,
un accidente en su auto
y una hemorragia después.
Ya de regreso en su casa,
en silencio llora a ratos
mientras guarda los retratos
de su fallecido amor
en un cofre de madera;
se fue ya su primavera
y siente la desolación.
Isabel, de treinta y tres,
todavía viste de negro
y sigue, a diario, en su trabajo
con el gesto cabizbajo,
la tristeza en su mirada
y un vacío en su corazón;
la vida cruel, descarnada,
la ha dejado amargada
y le ha robado su ilusión.
Tres años más adelante,
cuando ya no espera nada
que le llene o le consuele,
halla un noble pecho amante
que la lleva hasta el altar.
Isabel vuelve a vibrar
y hace que su ilusión vuele
en las alas de un amor
maduro y gratificante,
y recupera su color
desde ese día en adelante.-