(En recuerdo a las víctimas del 11-M y del 11-S, y de todas las victimas caídas por la barbarie de las idolatrías, que es la peor de las enfermedades).
Por las vías de acero, sus cuerpos vi, triturados;
amontonados, dentro, los pedazos dispersos
de sus cuerpos silenciosos, inocentes, ciegos…,
estaban enredados entre la chatarra ardiente.
Advertí en sus rostros y en los de todos,
contraídos los ojos de sorpresa y espanto,
el horror de quien observa sin distancia,
el temor a una cuita que se crece en el llanto;
que se escuda en el peor de los opios.
Precipitada la gente, confusa en ideas,
reflejaban la barbarie en sus aturdidos sentidos;
llegaron al encuentro de tanto inocente
vilmente vencidos sobre un suelo ahora rojo,
saturado de la sangre hasta entonces caliente.
Dieron ayuda, llorando, a todo hermano caído,
en el desconcierto de un hecho inhumano.
Caían nubes grises de horror e injusticia
y silenciosas lagrimas lavaban el hollín de maldad
que había cubierto en pocos minutos el espacio.
Todos en uno, unidos en el dolor y en el aturdimiento
de no entender muy bien lo que se estaba viviendo,
pero con la dura sospecha de lo ya inevitablemente cierto,
de la injusticia y el salvajismo que se había cometido
y que había regado el campo con el dolor de las ausencias;
saturando el bosque de los recuerdos, para siempre, jamás.
Volaron, en tropel, seres alados desde el limbo
y desviaron ánimas a nirvana de espacio inconcluso,
con un último y definitivo silencio.