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Fue un instante robado al reloj del pudor,
una llama que nació entre sombras de no,
donde el alma se calla y los labios se atreven
a decir lo que nunca la boca ha dicho en público.
Tus labios—¡ay!—como dos pétalos húmedos
de una flor que el invierno jamás ha tocado,
rozaron los míos con temblor de promesa,
como si Dios mismo nos estuviera mirando
y nos perdonara por amar en pecado.
Fue breve—tan breve—que aún dura en el aire,
suspendido entre el miedo y la dicha del fuego,
como un verso que el viento no se atreve a llevarse,
como un río que insiste en besar su orilla prohibida.
Nadie supo. Nadie debe saber
que en ese roce secreto y sagrado
se encendió más estrella que en todo el cielo,
que en ese beso—clandestino y eterno—
nacimos de nuevo, desnudos de nombre,
libres del mundo, atados al alma.
Y aunque el tiempo nos separe con muros de piedra,
aunque la vida nos ordene callar,
yo guardaré ese instante como un relicario:
donde el fuego no quema, sino que santifica,
donde el pecado se viste de gloria,
y donde tú—mi amor prohibido—
sigues besándome… sin haberme besado.
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