ENVIDIO A MI GATO

ENVIDIO A MI GATO

Envidio a mi gato, porque su piel es negra

como la más negra y suave de las noches,

y porque son, sus ojos, estrellas en la tierra

que pueden verlo todo.

Lo envidio

porque no lo marean las alturas

ni le provocan miedo los abismos,

más, sobre todo, lo envidio

porque su alegría no necesita de motivos,

y es dueño de una libertad

para la que no existe cárcel ni dinero.

Lo envidio

porque no tiene un dios a quien rezarle,

ni tampoco un demonio a quien temerle,

y porque son neutros sus amores y sus odios,

y porque le da lo mismo el verano que el invierno,

y porque no recibe órdenes, ni consejos acepta,

ni se siente jamás ni rey ni pordiosero.

Envidio a mi gato,

porque jamás lame mi mano,

porque jamás espera mi regreso,

y porque no conoce el adiós ni la mentira

ni hace diferencia

entre la soledad y la muchedumbre.

Envidio a mi gato

porque tiene con que fundar sus egos

(Fue rey, no olviden, antes que existieran reinos,

y dios, antes que hubiera iglesias,

y jamás se envaneció por ello)

y porque su arrogancia tiene el tinte

de saber que no existe osadía en el mundo

que pueda destronarlo o crucificarlo.

Y cuando lo miro tendido al sol,

indiferente a todo, sin pensar en nada,

una sola pregunta viene a mi cabeza:

¿Cómo es que la muerte, ese fantasma

que tanto me atormenta,

y que cuenta mis segundos con placer infame,

jamás está delante de sus ojos,

ni presente en su cabeza, ni en su corazón, latiendo

como late en el mío,

cada vez que un espejo, con voz ensordecedora,

me anuncia el advenimiento de una nueva arruga?