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Categoría: Prosa Poética

Érase una vez una persona

Ërase una vez una persona
Erase una vez una persona temerosa de Dios (y de los hombres, y de las cosas). Se trataba de una mujer, hoy mayor y disminuida por los años, que vino a nacer en una época en que el hambre no mataba, pero asustaba hasta el infarto. Quiso Dios recompensarla, algunos años después, y le dio un hijo; y ella pensó: “no era un hijo lo que necesitaba”.
Fue una queja acallada por la conciencia, que no impidió que también pensara: “los hijos no se comen”. Era, entonces, más joven y tenía mucha más hambre.
Quiso la fortuna contentarla y le procuró un marido; y ella no pensó que con el tiempo un tal regalo pudiera volverse contra ella. “Acallará otras conciencias”, se dijo para si misma, y resolvió no profundizar en el tema, que era él.
Después llegó la guerra y no supo a quien creer, pero antes de partir al frente, no Dios sino su marido, sembró lo que hay que sembrar para dar nombre y apellidos a lo que pudiera venir.
Antes de un año fueron tres las bocas que alimentar y ella sola para hacerlo. Esta vez no tuvo tiempo para averiguaciones e hizo todo lo que una mujer puede hacer para sacar su prole adelante; otros dirían su familia.
Entonces llegó el señorito con buenas palabras y con la promesa de aligerar su carga. Pero lo único que consiguió, además de sus favores, fue abultarle el vientre (fortaleciendo con ello su “san Benito”).
Sus hijos, que apenas contaban con la edad suficiente, cada uno la suya, dieron por seguro que algo andaba mal pero, dada la falta de perspectiva que se tiene desde ciertas mínimas alturas, no supieron en concreto qué cosa era.
Cuando volvió su marido, seis años después, todos comprendieron que allí sobraba alguien: ella dio por seguro que era él, que siempre estuvo de más; él, echando mano a la aritmética y a su memoria histórica, llegó a la conclusión de que era el más pequeño, porque la ausencia es incapaz de engendrar hijos. El pequeño no dejaba de preguntarse quién podía ser aquel hombre que ese día mal comió en su mesa, alargó los silencios de la cena e incomodó a todos los demás con miradas y comentarios que, sin llegar a comprender, supo que estaban fuera de lugar; de su lugar. Cuando aquel hombre se levantó de la mesa, cogió a su madre por el brazo de malas maneras y entre gritos de ambos se dirigió a la habitación y la echó sobre la cama con un ímpetu desmedido, a él sólo se le ocurrió llorar con un ritmo tan creciente que contagió a toda la casa, alertando al vecindario y ahuyentando al intruso; porque, al final, llegó a la conclusión de que se trataba de un intruso. Nunca más volvieron a saber de él.
Erase una vez, y lo sigue siendo, una persona temerosa de Dios (y de los hombres, y de las cosas). Hoy, esa mujer, disminuida por los avatares y por los años, vive el final de su vida en el anonimato de una mísera pensión de jubilación, y con la certeza de que sus temores fueron fundados. Nadie puede ya hacerla cambiar de opinión. ALONSO VICENT
Datos del Poema
  • Código: 359392
  • Fecha: 19 de Octubre de 2012
  • Categoría: Prosa Poética
  • Media: 0
  • Votos: 0
  • Envios: 0
  • Lecturas: 1,707
Datos del Autor
Nombre: mar 68
País: EspañaSexo: Femenino
Fecha de alta: 04 de Septiembre de 2009
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