Exilio de los Que Saben Demasiado

Veo los hilos que tejen la risa de los necios,
el algoritmo oculto tras su pan de cada día.
Mientras besan espejos que les mienten hermosos,
yo traduzco el silencio en constelaciones vacías.

Hay una náusea antigua en su fiesta de títeres:
coreografían himnos que ni ellos comprenden.
Yo sé el sabor del miedo tras sus buenos deseos,
la podredumbre dulce que exportan como éxtasis.

Me duele el mundo a los veinte segundos de nacer:
cada apretón de manos fue interrogatorio,
cada "¿cómo estás?" un jeroglífico sin respuesta,
cada beso materno, un manual de supervivencia.

Ellos compran verduras envueltas en ilusiones,
yo cuento los cadáveres tras el celofán brillante.
Mastican noticias como hostias de plástico,
mientras yo sangro informes en lenguaje de párpados.

¿Cómo explicarles que el cielo es un libro abierto
y ellos solo repiten el prólogo una y otra vez?
Inventé un diccionario para traducir mi asombro,
pero solo hallé notas al pie en sus biblias vacías.

Aprendí a reírme en clave de sol mayor,
a fingir que sus mitos me saben a hogar.
De noche, desentierro mis ojos de profeta,
los lavo en ácido para seguir tolerando el alba.

Soy el hereje que encontró el nombre secreto del viento,
el niño que desarmó a Dios para ver sus engranajes.
Ellos seguirán bailando sobre el abismo que ignora,
yo, tallando mi epitafio con las uñas del insomnio.

El precio de ver claro es una herida sin nombre:
saberse extranjero en el país de los ciegos elegantes.
Pero en mi exilio, al menos, respiro verdad pura:
polvo de estrellas viejas que ellos llaman nada.