Delante de mi se encontraba una montaña que estática miraba al cielo y exponía su beldad, su gran inmensidad, desde el suelo hasta el cielo, me hizo ver lo pequeño de mi humilde humanidad, sin moverse, cualquiera que pasaba le embelesaba y yo deseoso de ser tan admirado me puse a caminar, entre rocas y artos, dispuesto estuve a trepar y llegar a lo mas alto de aquella majestuosidad. Cien veces caí y noventa y nueve levante y esa única ocasión en que agotado no me elevé, fue cuando entendí en lo mas alto, justo llegué, que aquel pensamiento que rondaba mi cabeza, queriendo ser casi estrella en lo mas alto de aquella montaña, que a todos los de abajo, poco les importaba la cúspide con mi presencia. Grite, agite mis brazos intentando llamar la atención de todos aquellos que miraban la montaña sin conseguir más, que mi aflicción. Triste, enojado y con gran pesar, baje de la cima consternado por haber sido ignorado por aquellos por los que ilusionado, esperando vieran mi hazaña, de poder llegar mas alto que la propia montaña. Tan ensimismado y descuidado bajé, que una piedra que tropecé me hizo rodar demasiado, tanto rodé que llegue abajo donde antes había estado, pero con gran diferencia, pues los que no me aplaudieron allí, siendo estrella, se espantaron aquí, siendo huella. Con todos los huesos rotos, solo mi amor propio tenia dañado, pues la proeza que fue para mi, fue por todos ignorado. Decidí dejar de lado todos sus pensamientos y contar mis sufrimientos en la próxima escalada, donde quedaría en la explanada del centro de una montaña, que para mí era un universo que había sido pisoteada por alguien tan pequeño, como los que veía incluso, desde el centro. La divinidad de mi montaña estaba en ella igual que mi demencia era yo, así que decidimos compartir en el último silencio, su belleza, mi locura, la lluvia, la nieve y el sol.