Homo Vanitas

Ínclito señor de barro y plegaria,

que alzaste tu trono en la espuma sonora

mientras el Abismo, pupila estelar,

te miraba desde su atalaya de auroras.

Robaste el fulgor de los astros cantores,

los forjaste en dioses de éter mentido;

tallaste demonios con lágrimas frías

¡para ungir tu frente de falso ungido!

—"¡Soy Cumbre!" gritaste. "¡Hijo del Verbo!

¡Espejo del Rostro que alumbró el vacío!"—

Mas eras tan sólo suspiro en la Nada,

gusano que soñó ser arcángel bravío.

Inventaste el alma —lámpara eterna—

para negar tu raíz de lamento.

Temiste a la Muerte, y en ritual ciego

¡adoraste el hueso que temes en tu viento!

Mas el Océano, salobre y anciano,

ignoró tu cetro de ilusión fragante.

Los vientos libérrimos, sabios y eternos,

rompieron tu corona de niebla errante.

¡Nada! ¡Polvo! ¡Nada!

Tu eternidad —breve cristal en la arena—

ni cuenta los siglos del astro más leve

que nace y expira en la Noche serena.

¡Nada! ¡Polvo! ¡Nada!

Soberano de sombras, vasallo del Tiempo.

Tu reino: un susurro... Tu trono: espasmo...

¡Humo que disipa el Ciclón sacrosanto!

Y hoy rueda tu esencia —sin dios y sin mito—

por los laberintos del No Ser profundo,

mientras las Estrellas, párpados de Dios,

ciernen tu historia en su insomne mundo.