Huérfanos del Alba

Nos arrancaron los nombres antes de aprender a escribirlos,
nos dieron un diccionario de sombras para nombrar el amor.
La casa fue la primera herida que no cicatriza:
cada plato vacío en la mesa, un epitafio de hijo no dicho.

Buscamos abrigo en la noche que brilla con neón barato,
donde las manos ajenas nos venden caricias con fecha de caducidad.
El alcohol sabe a besos maternos que nunca llegaron,
y el sexo es un grito que nadie traduce a lenguaje de hogar.

Nos pintan de pecado las costillas desnudas al mundo,
mientras vendemos sonrisas que se descascaran al amanecer.
Las drogas son mapas falsos de regreso a la infancia,
el sótano del club, el útero de hielo que nos pare.

Padre, tu silencio fue el primer hombre que me penetró,
madre, tus oraciones limaron mis huesos hasta ser aguja.
Aprendimos a sangrar en los lavabos de gasolineras,
a confundir el asco ajeno con una forma del amor.

Hay niñas que se apagan en moteles por veinte dólares,
niños que truecan su piel por migajas de calor prestado.
El SIDA es un fantasma que baila en nuestras venas,
herencia involuntaria de una guerra que no elegimos.

Pero en el fondo del espejo roto, algo sigue latiendo:
el niño que plantaron de cabeza en cemento de vergüenza
ahora germina raíces de acero y lágrimas secas,
tejiendo con sus cicatrices un himno que el mundo no cantará.